Era una mujer joven cuando conoció a mi padre. En aquella época, apenas una adolescente que encontró al único hombre con quien uniría su vida en sagrado matrimonio por más de medio siglo. Alta, de tez blanca y larga cabellera en su juventud, con ojos claros que dejaban ver su alma con facilidad. Pero también de carácter estricto, con una fortaleza interna difícil de doblar ante los avatares de la vida cotidiana que le tocó vivir. Creció en un barrio humilde del municipio de Higüey, en el seno de una familia numerosa, con poca escolaridad, pero con mucha fuerza de trabajo. Era la más pequeña de sus hermanos, sin embargo era la que los defendía a la salida de la escuela si había trifulca entre compañeros. Y es que era fuerte, con una valentía que cargó toda su vida. Como escribió Nietzsche: “Lo que no me mata, me hace más fuerte”, y ella parecía encarnar esa sentencia en cada gesto.
A poco tiempo de unirse con mi padre, se fue a vivir a la Sultana del Este, a orillas de un ingenio azucarero donde se respiraba un olor a guarapo de caña dulzón y pan tostado. En la década de los años 80, esa industria cañera abrió su porvenir, en medio de un batey rialengo adornado por perros famélicos en las calles polvorientas desprovistas de pavimento. Construyó casi con sus propias manos una vieja casucha a escasos metros del taller de vagones de caña, en medio de un terreno que mi padre logró comprar por ciento veinticinco pesos. Allí sembró su corazón, sus esperanzas y sus sueños de empujar una familia de seis hijos con el templo de hierro que siempre tuvo. No tenía grado escolar ni educación universitaria, pero como ella decía: “Tengo el cielo, la tierra y estas dos manos para trabajar”. Su vida recordaba el pensamiento de Séneca: “No es pobre el que tiene poco, sino el que desea más”.
El sol nunca la encontró acostada. Decía que era una vergüenza estar en la cama después de que el sol saliera, por eso siempre madrugó, algo que heredé de ella. El recuerdo desde tempranas horas limpiando, barriendo el piso de tierra de la casucha de madera que parecía un clarín. Nunca trabajó fuera de casa, pero siempre hizo crecer la precaria economía familiar. Se inventaba cualquier negocio informal: cuidaba niños de otras madres por paga (algo que hacía con pasión porque amaba ser mamá), hacía helados “de fundita” para vender al público, cocinaba platos para jornaleros de la zona franca o criaba ganado porcino que luego le permitía construir pequeños apartamentos para alquiler. Siempre supo cómo ganarse la vida de forma honrada, aunque apenas sabía leer y escribir. Como escribió Antonio Machado: “Se hace camino al andar”, y ella lo hizo, paso a paso, con dignidad.
Yo era su último retoño, su culí, como me apodaba de infante. Era una madre amorosa, pero recta en demasía, porque decía que ninguno de sus hijos sería delincuente, a pesar del ambiente propenso a ello donde nos desarrollamos. Y lo cumplió: logró formar hombres y mujeres útiles a la sociedad, incluyéndome. Aunque no tuvo oportunidad material de estudiar, siempre nos inculcó el estudio y el trabajo. A veces prefería quedarse sin comer o sin comprarse un vestido con tal de que tuviéramos un lápiz, un cuaderno y los zapatos lustrados para ir a la escuela. Decía: “Pobres, pero limpios”. Era un pecado mortal para ella que anduviéramos sucios en la calle. Esa disciplina recordaba la voz de Gabriela Mistral: “Todo lo que sé, lo aprendí de mi madre”.
Yo llegué a sus brazos en la primera semana de una mañana de octubre. Ella contaba que fue de forma traumática, porque los médicos le recomendaban no seguir con el embarazo, pues era perjudicial para su vida y porque, según sus estudios, yo ya no tenía vida dentro de su útero. Valiente como siempre fue, decidió tenerme y se levantó contra todo pronóstico de un quirófano abortivo para demostrarle a la ciencia y al mundo que se equivocaban. Como escribió Unamuno: “La fe no es creer en lo que no vimos, sino en lo que no vemos”. Ella creyó en mí y me dio vida en abundancia.
Es irónico pensar que justo una mañana de octubre, el mismo día que me trajera al mundo, fue también un día similar de la misma fecha que recién comenzó el episodio médico que finalmente la arrancó violenta y abruptamente de nuestras vidas. Estaba frágil en sus últimos días, vulnerable diría. Empero, jamás perdió su sonrisa amable ni su mirada tierna. Se esfumó en un atisbo de luz, se perdió como arena entre mis manos, pero tuve el privilegio de estar a su lado luchando por vivir. No lo logró, pero nadie podrá decir que no lo intentó. Siempre me enseñó: “Inténtalo, aunque no lo logres”. Esa enseñanza me recuerda a Samuel Beckett: "Alguna vez lo intenté. Alguna vez fracasé. No importa. Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor". Ella no me heredó un apellido con poder, tampoco cuentas bancarias que aseguraran la vida. Pero me heredó su valentía, el ejemplo de trabajo honesto, de mirar de cara al sol sin rubor. Me heredó una sonrisa amable, aunque me parta el alma por dentro. Sí, ella me legó una voluntad de acero de batallas no contadas, una ternura inusitada disfrazada de carácter y esa generosidad con los demás que nunca esperaba aplausos.
Mamá siempre cocinaba para diez, aunque fuéramos ocho. Decía: “Alguien aparecerá que necesita un bocado”. Y tenía razón la vieja. De no entendía por qué lo hacía, pero ya de adulto comprende: la vida es un niño espejo, siempre devuelve lo que das. Ella fue mi primera maestra, la que me enseñó a leer ya memorizar párrafos interminables, la que me llenó de libros baratos que podía comprar, aun cuando ella nunca los leyó. Me heredó disciplina y determinación. Me legó el valor de comenzar desde cero, la fuerza de seguir, aunque duela. Como dijo Paulo Freire: “La educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo”.
La he llorado desde el instante en que la emergencióloga me dijo que se había ido para siempre. La lloro ahora, mientras escribo, y sé que la lloraré siempre. Pero la recordaré como fue: fuerte, valiente, amable y amorosa. Desde que ella no está, la casa se sembró de un silencio que antes no conoció, como un invierno que no acaba. Pero también aprendí que sus flores murieron, pero su amor sigue parecido en el jardín de mi memoria. No tuve el valor ni el templo para verla dentro de esa caja oscura, en la que se quedan tan solos los muertos, como escribió Bécquer. Tampoco he tenido las fuerzas para regresar al lugar de su última morada, pero no pasa un solo día de mi existir en que no la recuerde.
Él comprendió que llorarla no es debilidad, sino el eco de un vínculo que ni siquiera la muerte pudo romper. La vida sigue, ahora sin ella; pero nunca sin sus enseñanzas. En cada rincón resuena su voz, en cada flor veo un poco de su vida, en cada lágrima siento mi amor por ella. Así que, aunque no esté, la seguiré honrando. Seguiré siendo “su mejor retoño”, seguiré siendo mejor por ella, porque sé que desde el cielo se siente orgullosa de la mejor herencia que me dejó: su ejemplo.
¡Hasta que nos volvamos a encontrar, amor de mi vida!
El autor es Juez del Tribunal Superior de Tierras, Departamento Este.
Docente Derecho Administrativo y Tributario en PUCMM y CAPGEFI del Ministerio de Hacienda y Economía.
Magíster en Derecho de la Administración del Estado, de la USAL, y Magíster en Derecho Tributario y Procesal Tributario. de la UASD. Doctorado – PhD – en Derecho y Sociedad, Universidad UDIMA.
Por Argenis García del Rosario.
Correo electrónico: argarcia@poderjudicial.gob.do
