Hay directores que construyen películas como quien arma rompecabezas: hojas de ruta precisas, finales que encajan, personajes que funcionan como piezas fijas. Noah Baumbach nunca ha sido uno de ellos. Su cine, desde El calamar y la ballena hasta Historia de un matrimonio, ha estado obsesionado con algo mucho más complejo y más frágil: la identidad en movimiento. La persona que fuimos, la persona que somos y la que creemos que deberíamos ser. Jay Kelly, su nuevo proyecto, se inscribe con naturalidad en esa búsqueda interna y, al mismo tiempo, empuja sus obsesiones hacia una dimensión más pública, más irónica y más melancólica.
Jay Kelly sigue a un hombre en la segunda mitad de su vida que, tras alcanzar un éxito temprano que definió su identidad, se enfrenta al vacío que le ha quedado después de una serie de decisiones equivocadas. Su carrera, su familia, su imagen pública… todo se tambalea cuando un episodio inesperado lo obliga a mirar sus errores de frente. La película, escrita por Noah Baumbach y Emily Mortimer, navega entre la comedia amarga y el drama íntimo mientras el protagonista intenta reconciliar la persona que es con la que creyó que sería.
Desde la primera vez que Baumbach vio al personaje en la página, supo que estaba ante un tipo de crisis que le resultaba familiar: la del hombre que envejece sin haber dado cuenta, que de pronto mira alrededor y ya no reconoce el mapa de su vida. “Me interesaba capturar ese momento en el que uno empieza a ver las consecuencias de sus decisiones acumuladas”, explica el cineasta, y lo dice con la serenidad de quien ha pasado décadas explorando estas fracturas emocionales. Para Baumbach, la historia no es sobre un fracaso evidente, sino sobre una erosión lenta: pequeñas renuncias, pequeñas mentiras, pequeños desvíos que finalmente moldean una vida ajena a la que soñamos.
Emily Mortimer, su compañera de escritura en esta aventura, lo complementa con una intuición igual de certera: Jay Kelly no trata sobre lo que se pierde, sino sobre lo que uno se niega a admitir. “Creo que todos cargamos con una versión idealizada de nosotros mismos, y llega un punto en que esa versión empieza a resquebrajarse”, observa, y esa observación se convierte en el pulso emocional del relato. Mortimer entiende al personaje desde una perspectiva que rara vez aparece en historias protagonizadas por hombres: la vulnerabilidad que surge no solo de fallar, sino de no saber cómo pedir ayuda.
Esta dualidad, la mirada masculina y la femenina sobre el mismo derrumbe, es lo que hace que la película tenga un equilibrio tan particular. Baumbach aporta el filo, la observación incómoda, la ironía que ya es parte de su sello. Mortimer aporta la ternura, la compasión, la capacidad de ver más allá de los errores del protagonista para reconocer su humanidad. Es una alianza creativa que enriquece el retrato, porque evita la caricatura fácil del hombre en crisis y se inclina hacia algo más íntimo: el miedo de no saber si ya es demasiado tarde para cambiar.
En esa tensión emocional se sostiene toda la película. El guion detalla la vida de Jay como si fuese un rompecabezas incompleto: un matrimonio distante, un hijo que lo mira con decepción silenciosa, un trabajo que ya no lo inspira, una fama que no sabe sostener. Pero la clave está en la forma en que Baumbach filma esos elementos: no como golpes de guion, sino como síntomas de una enfermedad más profunda. El director insiste en que no quería juzgar al personaje, sino observar. Esa observación crea momentos de gran honestidad cinematográfica, donde lo cotidiano se convierte en un espejo incómodo.
La ironía, ese ingrediente que atraviesa toda la filmografía de Baumbach, también está presente, pero aquí se siente más controlado, más adulto. No es ironía para ridiculizar al personaje, sino para subrayar la tragicomedia del ser humano. Jay Kelly no es un villano ni un mártir; es simplemente un hombre que dejó de escucharse y ahora descubre que la vida siguió avanzando sin él.
Baumbach ha mencionado que trabajar con Mortimer le permitió explorar capas que normalmente no se permiten en historias centradas en hombres. Mortimer lo explica mejor: “Jay es un hombre que se construyó sobre expectativas externas, y cuando esas expectativas se desmoronan, no sabe quién es”. Ese concepto, tan simple en palabras, se convierte en el eje emocional del filme. La película es, en esencia, un retrato de identidad: no la identidad social ni profesional, sino la identidad íntima, la que uno evita mirar para no romperse.
En paralelo, la película reflexiona sobre el paso del tiempo con una sutileza admirable. No hay discursos dramáticos sobre la edad; hay silencios. Hay objetos que ya no significan lo mismo. Hay encuentros que revelan la distancia entre el pasado y el presente. Jay Kelly no dice “estoy envejeciendo”; simplemente se da cuenta de que sus referencias, sus impulsos, sus deseos… ya no pertenecen a la persona que fue. Ese descubrimiento, filmado por Baumbach con una precisión quirúrgica, es quizás lo más doloroso y honesto de la película.
El personaje, además, funciona como comentario sobre el éxito y sus deformaciones. La película no critica la ambición; crítica la ilusión de que la ambición es suficiente. Jay logró lo que muchos sueñan, pero lo hizo sin preguntarse quién quería ser más allá de su carrera. Y cuando esa carrera ya no lo sostiene, la caída no es profesional: es existencial. Es ahí donde Mortimer aporta un contrapunto delicado, recordando que la vida interior del personaje nunca fue una prioridad para él, y que ahora debe construirla desde cero.
Baumbach filma esta crisis con un tono que oscila entre lo melancólico y lo mordaz. Hay humor, sí, pero es un humor que nace de la incomodidad, de la torpeza humana, de la incapacidad de decir en voz alta lo que realmente sentimos. Ese humor evita que la película se hunda en el pesimismo; le da oxigeno. Le da espacio para que el espectador pueda reconocer su propia fragilidad sin sentirse aplastado.
La película, además, tiene una cualidad casi literaria: pareciera leída desde un diario íntimo, no desde una estructura clásica de tres actos. Baumbach permite que las escenas respiren, que los silencios hablen, que los gestos se revelen más que los diálogos. Esa libertad narrativa es uno de los puntos más fuertes del filme, porque convierte la historia en una experiencia sensorial, no solo emocional.
Pero tal vez lo más poderoso de Jay Kelly es su convicción de que nunca es demasiado tarde para aceptar quiénes somos. El personaje no encuentra redención plena, Baumbach nunca regala finales fáciles, pero encuentra claridad. Encuentra, por primera vez en mucho tiempo, una versión de sí mismo a la que puedes mirar sin vergüenza.
Eso, en el universo de Baumbach, ya es un milagro.
